Porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte.
Escondiste tu rostro, fui turbado.
Salmo 30:7
Este salmo contiene las palabras de David reconociendo a Dios. Lo alaba por su ayuda al rescatarlo de una situación de muerte (v.1-3). David reflexiona también en su pasado percatándose de cuál había sido su debilidad. Cuenta que en un momento llegó a pensar que él era autosuficiente. Sentía que tenía poder para afrontar sus circunstancias; control y recursos para gobernar su vida y la de otros (v.6).
Sin embargo, y como nos ocurre a todos en algún momento de nuestro camino, se enfrenta a una situación en la que choca con su debilidad. Se siente perdido, turbado y es ahí que se plantea que Dios había dejado de estar presente (v.7), como resultado de su autoengaño al verse poderoso.
Todo ello le sirve a David para reconsiderar la dirección de su vida. Él toma conciencia de que existe no con el fin de reconocerse a sí mismo sino a Dios. Es entonces que hace la petición: ayúdame para alabarte, porque en la muerte no podré hacerlo (v.8-9). David admite que la vida tendrá que ser vivida en los términos de Dios y no en los que él establezca. Su existencia tiene un lugar fuera de sí mismo.
También Cristo, Dios hecho hombre, vivió entre nosotros para dar gloria a su padre (Juan 17:1-5). Pero él incluso lo hizo en su muerte y resurrección. David se preguntaba: “¿Qué provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el polvo? ¿Anunciará tu verdad?” (v.9). Su respuesta es que, ciertamente el polvo no le alabará, porque Cristo no llegó a ser polvo, pero sí le alabó en su muerte y resurrección, y anunció su verdad a través de ella.
En cuanto a nosotros, se nos ofrece la misma posibilidad. Lo que Cristo hizo en la cruz fue hacer lo posible para que Dios sea reconocido en nosotros (Jn 9:3). Somos su proyecto, ¿aceptamos recibir este regalo? ¿Nos ponemos a su disposición?
Foto de Jose G. Ortega Castro en Unsplash
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