Porque no para siempre será olvidado el menesteroso,
Ni la esperanza de los pobres perecerá perpetuamente.
Salmo 9:18
Hay algo en nosotros que nos impulsa a querer ser recordados. Deseamos que nuestra persona perviva. A su vez, tratamos de mantener la memoria de aquellos que amamos y ya han muerto. Necesitamos atenuar el dolor que nos causa su ausencia, pero sin olvidarlos, para mantener algo de su presencia.
En este salmo David se enfrenta a la realidad de la lucha contra sus enemigos. Y algo relevante para él es la cuestión de que, finalmente, ¿quién será recordado? ¿Qué nombre permanecerá? David pide a Dios que los enemigos sean olvidados (v.5-6), consciente de que sólo el nombre de Dios perdurará para siempre (v.7).
Tenemos que ser conscientes de que a la hora de ser recordados, la memoria que cuenta es la de Dios mismo. Es cierto que en la historia de la humanidad han quedado registrados ciertos hombres y mujeres por lo que han hecho, ya sea por sus éxitos, por sus fracasos, por su posición política, por sus bondades y también por su maldad. Pero la memoria y la historia del hombre también pasará. Finalmente, ya que sólo Dios es eterno, lo que importa es a quién recuerda Él, que curiosamente tiene criterios muy diferentes a los nuestros. David sabe que Dios, aquél que vive por la eternidad, a quien recordará será al afligido (v.12), al que tiene necesidad y acude a él (v.18). Razón por la que él mismo le clama.
Si se trata de buscar que nuestra vida perviva, lo mejor es encontrar a quien de forma eterna nos pueda recordar y, además, mantener esa vida. Todo hombre, por muy relevante que sea, finalmente también morirá y con él se perderá su memoria. Con el paso de los años en este mundo seremos olvidados. Sólo el Creador eterno puede darnos eternidad. Y es en la consciencia de nuestra realidad finita y pequeña como personas y el temor que corresponde tenerle a Dios que podemos acceder a la posibilidad de la memoria eterna (v.20).
Foto de sarandy westfall en Unsplash
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