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Pablo el servidor indigno
En el camino de la fe, uno de los mayores obstáculos que enfrentamos como creyentes no proviene de nuestras propias dudas o debilidades, sino de las acusaciones y señalamientos de quienes, paradójicamente, también se llaman seguidores de Cristo. Es triste reconocer que, en ocasiones, somos aquellos quienes profesamos creer en el Evangelio quienes menos lo hemos entendido. El apóstol Pablo, en su carta a Timoteo, nos ofrece un poderoso recordatorio de la gracia transformadora de Dios: “Doy gracias al que me fortaleció, Cristo Jesús nuestro Señor, porque me consideró fiel, poniéndome en el ministerio, aun habiendo sido yo antes blasfemo, perseguidor e insolente. Pero se me mostró misericordia, porque lo hice por ignorancia en incredulidad. Y la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús» (1 Timoteo 1:12-14).
Pablo, quien antes de su encuentro con Jesús fue un perseguidor de la iglesia y un blasfemo, se convirtió en uno de los pilares fundamentales del cristianismo. Su vida es un testimonio viviente de que nadie está fuera del alcance de la gracia de Dios. Sin embargo, es difícil comprender cómo alguien con un pasado tan oscuro pudo ser considerado idóneo para llevar el mensaje del Evangelio, liderar comunidades y ser un ejemplo para otros. La respuesta es clara: no fue por sus méritos, sino por la obra redentora de Cristo.
Este principio no solo aplica a Pablo, sino a todos los que hemos experimentado el perdón y la transformación que sólo Jesús puede ofrecer. Lamentablemente, en el seno de la iglesia, en lugar de celebrar la gracia de Dios, nos convertimos en jueces que señalan los pecados pasados de otros, cuestionando su idoneidad para servir a Dios. Este comportamiento no solo es contrario al Evangelio, sino que refleja una profunda incomprensión de lo que significa la redención en Cristo.
Principios a tener en cuenta
1. Jesús nos perdona absolutamente todo
La Escritura es clara al afirmar que, cuando nos arrepentimos, Jesús perdona nuestros pecados por completo. En Juan 19:30, Jesús declaró: «Consumado es». Con estas palabras, dejó en claro que su obra en la cruz fue suficiente para redimirnos de toda culpa. Salmos 103:12 nos recuerda que Dios ha separado nuestros pecados «tan lejos como el oriente está del occidente», y Miqueas 7:19 afirma que los ha echado «en lo profundo del mar». Quien insiste en sacar a la luz los pecados que Dios ya ha perdonado, está desafiando la suficiencia de la obra de Cristo.
2. El amor no guarda rencor
El amor genuino, tal como lo describe 1 Corintios 13:5, «no guarda rencor». El pasado de un creyente está cubierto por la gracia de Dios, y traerlo a colación no solo es innecesario, sino que también minimiza el poder de la cruz. Jesús no perdona nuestros pecados para luego recordárnoslo continuamente. Al contrario, nos redime y nos restaura, dándonos una nueva identidad en Él. Somos llamados a vivir en esa libertad, no bajo la sombra de la culpa.
3. Satanás es el acusador
Apocalipsis 12:10 identifica a Satanás como «el acusador de nuestros hermanos». Su estrategia es recordarnos constantemente nuestros pecados pasados, haciéndonos sentir indignos e incapaces de servir a Dios. Cuando adoptamos este papel de acusador, estamos alineados más con las tácticas del enemigo que con el corazón de Cristo. Romanos 8:1 nos asegura que «ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús». Por lo tanto, nadie tiene el derecho de condenar a quien Dios ha perdonado.
4. Nuestro testimonio refleja la gracia
En Juan 13:35, Jesús dijo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos con los otros». El amor cristiano no se manifiesta exponiendo las fallas de los demás, sino restaurando y fortaleciendo a quienes han sido redimidos. Nuestro testimonio debe reflejar la gracia de Dios, no la justicia humana. Cuando alguien ha sido transformado por el poder del Evangelio, su vida es un recordatorio viviente de que la gracia de Dios es más grande que cualquier pecado.
Conclusión: Huye del dedo acusador
Es triste ver cómo a veces, en lugar de celebrar la gracia de Dios, podemos caer en señalar los pecados pasados de otros, cuestionando su idoneidad para servir al Señor. Este comportamiento no solo es dañino, sino que también contradice el mensaje central del Evangelio. Si alguien te señala con el dedo, recordándote tus errores pasados y cuestionando tu valor para servir a Dios, es importante reconocer que detrás de ese dedo acusador está el mismo enemigo que busca robarte la paz y la confianza en la obra de Cristo.
Huir del dedo acusador, es decir, de ser el que señala a alguien, no es un acto de cobardía, sino de sabiduría. Es un reconocimiento de que nuestra identidad y valor no provienen de nuestro pasado, sino de lo que Jesús ha hecho por nosotros en la cruz. Nadie tiene el derecho de decirte que no eres digno de servir a Dios, porque quien te declaró idóneo fue el mismo Cristo con su sangre derramada.
En lugar de permitir que otros te definan por tus errores, recuerda que has sido redimido, restaurado y llamado a una vida de propósito. La gracia de Dios es suficiente, y su amor es más poderoso que cualquier acusación. Vive en esa libertad, y no permitas que nadie te robe la alegría de servir al Señor con un corazón agradecido y lleno de fe.
Foto de Gift Habeshaw en Unsplash
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