Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón;
Pruébame y conoce mis pensamientos;
Y ve si hay en mí camino de perversidad,
Y guíame en el camino eterno.
Salmo 139.23-24
La Biblia nos muestra claramente que nuestra carne y nuestros huesos no ocultan de Dios los pensamientos que tenemos. Él los ve como si la mente fuera transparente. Un ejemplo es este salmo tan conocido, el 139, donde el salmista reconoce que no puede encontrar ningún lugar en el que esconderse del Creador. El Nuevo Testamento también nos presenta a un Jesús que de alguna forma tenía presente los pensamientos de quienes estaban a su alrededor (Juan 2:24; Marcos 2:8; Mateo 12:25).
Esta invasión de nuestra intimidad puede ser molesta. Para quienes creen en Dios, pero se protegen de él, la divinidad se convierte en un intruso no invitado, un policía investigándonos, un espía, alguien que mira tras las puertas y ventanas, casi un “voyeur”.
Pero, ¿es ese el concepto que Dios da de sí mismo, de la relación que busca con nosotros? Si bien Dios es omnipresente, y eso es bueno para nosotros, también ha respetado nuestra libertad.
En contraste con esta idea de un Dios que se introduce en todo lugar, en las Escrituras encontramos invitaciones a que seamos nosotros quienes busquemos a Dios y a tener intimidad con Él, como si a la vez estuviera lejos o no presente. El salmo 27 habla de Dios llamando a su siervo y diciéndole “búscame”; una visión totalmente diferente al “imposible esconderme de ti” que se plasma en el salmo 139. En esta ocasión el salmista responde: “te buscaré, buscaré tu rostro”. Y por nombrar otra vez las palabras de Jesús, él dice que ya no nos llamará siervos, sino amigos, porque nos ha contado las cosas que él escuchó de su padre, de Dios. ¡Vaya! contar las cosas que le ha dicho un padre en la intimidad a su hijo a otros… eso es una confianza que casi parece que nos queda un poco grande.
Y es que la intimidad forzada no es intimidad, es intrusismo. Si bien Dios puede hacer lo que quiera, parece que en estas cuestiones, las que tienen que ver con la intimidad desea contar con nuestra voluntad. Por eso, Jesús toca la puerta y llama (Ap 3:20); por eso Jesús dialoga con los demás, pregunta y pide una confianza voluntaria. Dios no quiere una intimidad forzada, sino una intimidad entregada. Atrae seduce y dice “ámame” (Oseas 2:14).
Esto me hace pensar en las relaciones que tenemos entre nosotros. Siendo imagen de Dios, amando como ama Dios, nuestras relaciones deben reflejar que la intimidad, en sus diferentes grados, es algo que se concede mutuamente, de forma voluntaria, no es algo que se fuerza. Por eso, cuando quieras entrar en la vida de las personas, toca la puerta; incluso cuando eres alguien con cierta autoridad, si de verdad quieres acceder a una relación de intimidad con alguien, toca su puerta y pide permiso.
Como en muchos aspectos de la vida, hay excepciones que deben tenerse en cuenta, como los padres cuando necesariamente tienen que proteger a sus hijos durante el proceso de madurar. La protección, en ese caso, prevalece sobre la intimidad. Podremos encontrarnos en otras muchas circunstancias que nos harán plantearnos este principio; pero debemos reflexionar si otorgamos al otro la oportunidad de entregar su intimidad y su confianza y si no la estamos forzando.
Además ¿qué pasa en nuestros intentos de reconciliación cuando alguien nos traiciona? Cuando la intimidad se resquebraja, la persona traicionada exige una transparencia forzada, el sometimiento de la vigilancia por parte del herido, un acceso totalmente controlado. Se pierde así, si alguna vez existió, la esencia de entregarse voluntariamente el uno al otro en plena confianza y voluntariedad. En estas ocasiones, sólo dos personas que se dejan afectar por el amor reconciliador de Dios , por el significado del evangelio de Cristo, podrían llegar a romper las barreras que se han creado. “He aquí yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entrare a el, y cenare con el y el conmigo.” (Ap 3:20).
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