Hacer preguntas es algo que comenzamos a hacer desde muy pequeños. De hecho, hay una fase en el desarrollo humano, entre los tres y cinco años, en que esto es constante, además de fundamental. Estas preguntas pueden ser repetitivas, a veces disparatadas, otras divertidas, e incluso indiscretas. La niña o el niño quiere y necesita saber porque está descubriendo el mundo que le rodea. La espontaneidad y la curiosidad son innatas en ellos.
Con el paso de los años, ya en la edad adulta, en muchas ocasiones nos retraemos. No preguntamos para no parecer ignorantes, porque la mayoría de las veces, nos importa más lo que puedan pensar de nosotros, que el conocer o, simplemente, el resolver las dudas que nos asaltan.
Desde el punto de vista pedagógico, el hacer preguntas es una de las herramientas más potentes que existen, tanto si somos nosotros los que las hacemos, como si somos los que las recibimos. Nos ayudan a reflexionar, a dudar, a investigar, a afianzar nuestras creencias u opiniones… En definitiva, que las preguntas son algo consustancial con nuestra naturaleza humana.
Pero, si esto es así ¿por qué tenemos tantos reparos en cuestionarnos aspectos de Dios y de circunstancias que nos acontecen? En las experiencias vitales que tienen que ver con el sufrimiento y el dolor son en las que más nos surgen preguntas, son los momentos en los que más nos cuestionamos todo.
Es muy interesante observar que grandes creyentes como Job protestan, se quejan, cuestionan… Jeremías le dice a Dios: ¿Por qué no cesa mi dolor? ¿Por qué es incurable mi herida? ¿Por qué se resiste a sanar? ¿Serás para mí un torrente engañoso de aguas no confiables? (15.8). Pero tal vez sea en los Salmos donde aparecen el mayor número de preguntas del tipo “¿Hasta cuándo, Señor…?” O “¿Por qué Señor…?”. La queja de incomprensión es una de las más que aparece en la Biblia. Incluso, hay un libro que se llama “Lamentaciones”.
Jesús en la cruz, en el momento más difícil de su vida, a la vez de ser el momento más importante de la historia de la humanidad dijo “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?”.
No veo que Dios, en ningún momento, nos pida que renunciemos a nuestros sentimientos, emociones o a la voz de nuestra inteligencia que nos demanda razones.
Derramemos nuestro corazón delante de Él sin ningún reparo. Habrá momentos de silencio, de desesperación, de soledad, pero también de intimidad. También podremos experimentar que Él es el que nos fortalece en medio de nuestra ansiedad.
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