Conforme a tu nombre, oh Dios,
Así es tu loor hasta los fines de la tierra;
De justicia está llena tu diestra.
Salmo 48:10
Es habitual entre nosotros lucir lo que tenemos: nuestra casa, coche, estilo de vestimenta. También hablar de lo que nosotros admiramos. Le decimos a otras personas: mira, mira eso, ¿no es alucinante? En este acto solemos caer en la idea de que nos admiren a nosotros a través de lo que tenemos.
De la misma forma, el centro del salmo 48 es mostrar la gloria de Dios para que sea alabado él mismo. Lo hace a través de su ciudad, donde Dios mismo vive. Produciría temor a los reyes (v.5) y se presenta como un lugar de refugio (v.3). Todos al contemplar sus murallas alzarían su mirada a su protector (v.12-13).
Los discípulos de Jesús en una ocasión hicieron algo semejante. Le enseñaron a Jesús, no las murallas, sino los edificios del templo de Jerusalén. Como podemos hacer cualquiera de nosotros que enseñamos los lugares dignos de admirar. Jesús no necesariamente reprendió a sus discípulos por hacerlo, pero sí les dio un baño de realidad futura, que aquél templo caería. De lo efímero de aquellas cosas.
Sin embargo, en algo que me ha hecho pensar es en que tenemos un Dios que “lucir”. Hemos podido aprender a hablar de nuestro Dios como pidiendo perdón por hacerlo, cuando podemos decir: es que no hay nada más digno de apreciar. Todos los seres humanos tenemos una inclinación a admirar algo, ¿por qué no podemos decir aprovechar para hablar de que no existe nada mejor que admirar a Dios o a Cristo?
Foto de Nadine Marfurt en Unsplash
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