Sé que hay mucho debate teológico acerca de que Dios nos escoge. Puede que en medio de toda esta discusión nos perdamos algo de lo que significa.
No sé si todos hemos sentido el dolor, más o menos intenso, de no ser escogido. Desde la niñez en los equipos deportivos o para grupos de estudio o cualquier otra elección, hasta cuando somos adultos, donde no nos invitan a acontecimientos, bodas, casas, actividades, ministerios, etc. Puede que algunos lo sientan como algo frecuente, acostumbrados y tratando de encajar el no ser las personas predilectas de nadie, el que tu nombre no aparezca en la cabeza de nadie cuando se está “cociendo” algo interesante. No solo no han o hemos sido el primero en ser elegidos, es que frecuentemente no están ni al final de la lista, o si tenían que escoger a todos, estabas al final. Alguna vez suspiramos porque hubo otro que quedó aún más atrás en esa lista.
A veces pasa que en esa elección, a los primeros los identifican por sus nombres y a los últimos se les llama por “tú” o “él”.
Pensando en ello estos días, recordé algunas frases de Jesús en Juan 10: “las ovejas oyen su voz; y a sus ovejas llama por nombre” (v.3); “el buen pastor su vida da por las ovejas” (v.11); “yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (v.14); mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen” (v.27).
Dios se ha fijado en mí, me señala y me invita: ¿quieres seguirme? No es una carga, es un privilegio, me ha llamado por mi nombre. A mí. A ti. Me ha escogido y no se lamenta de tenerme con él, si no que ya me amaba antes de estar en la fila. No tengo “nada” que aportar, pero me escoge porque lo desea. Acepto y lloro.
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