De gracia recibisteis, dad de gracia.
Mateo 10:8.

La gracia, siendo gratuita, no es fácil de dar, ni de ver cómo otros la reciben. Incluso puede ser muy difícil de recibir cuando nos vemos en situaciones en las que nuestro orgullo es pinchado.

La gracia en los demás

En los evangelios tenemos varias historias contadas por Jesús en las que se refleja que nos cuesta aceptar la gracia de Dios en otras personas. Por ejemplo, la historia del hijo mayor con el regreso de su hermano perdido que había despreciado a toda la familia y era recibido con fiesta; o la de aquellos que no les pareció nada bien que se les pagase lo mismo que a ellos por trabajar mucho menos. Nos molesta que a los demás se les dé algo que no se merecen, sobre todo si nosotros nos hemos esforzado mucho por obtener lo mismo que a otro se le da sin más. Y peor aún si a nosotros no se nos ha concedido.

La gracia de los demás

Desde otro punto de vista, puede haber otras circunstancias en las que en que podemos estar lejos de vivir plenamente la gracia de Dios manifestada en nuestras relaciones personales. 

Por ejemplo, no tanto que veamos lo bueno en otros, sino cuando somos nosotros quienes recibimos la gracia a través de alguien de quien no lo esperamos ni deseamos. Jesús nos demostró un caso contrario en el que sí supo aceptar el bien de quien aparentemente no correspondía. Él no tuvo ningún inconveniente para recibir el honor y el aroma de un perfume por parte de una mujer considerada indigna por muchos (y acaso lo era verdaderamente, como todos los que estaban en aquel lugar). Sin embargo, ¿aceptaría el noble israelita que invitó a Jesús a su casa el gesto de aquella mujer? Con toda seguridad no lo haría, por muy caro que fuese el perfume.

Las razones de no aceptar estos gestos de gracia pueden ser múltiples. Pero, a pesar de los matices, siempre habrá un componente común: no aceptamos gracia por parte de aquellos que consideramos inferiores a nosotros (por motivos morales o por capacidades), porque eso nos humilla. Porque  sin verdadera humildad, la gracia no se expresa en todo su esplendor. Por tanto, no aceptaremos la gracia de quien nos ha ofendido, de quien socialmente es señalado, de quien nos ha suplantado, de quien se ha adelantado obteniendo lo que tanto deseábamos. Aceptar esa gracia, podría pasarnos, implicaría incluso renunciar a una justicia que estábamos persiguiendo.

¿Nos sentimos identificados?

Yo admito que sí, que me siento identificado con esta dificultad. Y en parte me alegro por descubrirlo. Reconocer que de verdad mantenemos este sistema de defensa que impide que vivamos la gracia es un primer paso importante para que Dios pueda seguir obrando en nosotros. Es más, esta confesión es el primer regalo de gracia que Dios nos da cuando nos  revela lo lejos que está nuestro corazón del suyo.

¿Qué nos hace vivir la gracia?

¿Cómo seremos capaces de recibir esa gracia? Puede que por nosotros mismos no podamos ser capaces de recibirla. Muchas veces Dios tiene que llevarnos a un punto en el que nos declaremos totalmente incapaces.

Un ejemplo más en las historias de Jesús. Él relató cómo un hombre tirado en el suelo, sin posibilidad de hacer nada por sí mismo, recibió la ayuda de un samaritano. A lo mejor si tuviera capacidad de decidir no se hubiera dejado (sí, lo sé, es una suposición nada más), pero el caso es que no podía decidir. En su inutilidad, simplemente recibió. 

Es por eso que Jesús dice: “bienaventurados los pobres de espíritu”, los incapaces que llegan al punto de decir: “no me queda sino recibir tu gracia”. Sin necesidad de que Dios nos lleve a una incapacidad física como a este hombre apaleado, a dónde nos quiere llevar es a ese punto en el que uno dice al igual que Pedro: “¿A dónde iremos?” ¿Qué otra alternativa tenemos?

Podemos hacer de esto una oración para nosotros: “muéstrame lo incapaz que soy para no tener la oportunidad de rechazar tu gracia”.

Foto de J W en Unsplash