Pensando en Job
Cuando nos introducimos en la vida de Job y sus amigos tratando de interpretar sus palabras, nos enfrentamos con un enorme trabajo. Dios no reprueba a Job pero sí a sus tres amigos, así que tenemos que hacer malabarismos para entender lo que está sucediendo desde ese punto determinado de vista. Cuando leemos algo de Job que parece “no estar” conforme a lo que sabemos sobre Dios y la vida según el resto de las Escrituras, surfeamos un poco para tratar de ajustar este “desliz” a nuestra forma habitual de interpretar La Biblia.
Lo mismo pasa con las palabras de Elifaz, Bildad y Zofar, ya que en muchas ocasiones parece que hablan cosas “correctas”, pero al ser reprendidos por Dios tenemos que dar explicaciones de por qué eso que dicen, en realidad no está bien dicho. Al menos en el caso de su amigo Job, que es el que ahora nos ocupa. Por si fuera poco, cuando finalmente llegamos a Eliú, de quien ni siquiera tenemos la valoración de Dios, pues ya la liamos del todo, porque tenemos que posicionarnos en una de las siguientes posturas: podemos pensar que Eliú sí que está equivocado; o también podemos creer que él fue el único que acertó y en una tercera opción cogemos la vía intermedia, proponiendo que algunas cosas dijo bien y otras no.
No obstante, a pesar de todas estas dificultades, estoy plenamente convencido de que leer tanto a Job como a sus amigos y pensar en lo que dicen es enriquecedor; aunque nos deje a veces con la sensación de estar ante e un misterio irresoluble, el libro evoca muchas reflexiones.
En este artículo quiero compartir una reflexión particular, la cual, como intento hacer en cada ocasión, espero que esté estrechamente relacionada con la vida misma, y, en este caso, con el gran maestro de la vida, Cristo.
Los amigos de Job, ¿defensores o acusadores?
A pesar de todo lo expuesto anteriormente, quizá sí podemos ponernos de acuerdo en algo. Job no se sintió en ninguna manera defendido o consolado por sus amigos, sino acusado. A lo largo de todo el libro, él expresa frecuentemente la necesidad de que alguien le defienda ante Dios, que se ponga de su lado. En modo de ejemplo, podemos leer Job 16 y 17. Sus amigos no solo no lo comprenden, sino que se ponen de parte de Dios y le dicen: “arregla tus cosas que por alguna razón Dios te ha hecho esto”. Job se revuelve y retuerce, porque lo que él quiere (y necesita) es precisamente lo contrario, que alguien lo comprenda y lo apoye, que mire a Dios y le diga: “¿por qué lo has hecho? ¿por qué le haces daño? Déjalo, ¿qué te ha hecho?”
Puede ser que me esté excediendo en esta interpretación, pero piensa en ello, piensa en la soledad de las personas que sufren y cómo su dolor aumenta cuando sienten que a su alrededor hay silencio o incomprensión porque nadie se pone de su lado o, peor aún, lo acusan en medio de su dolor.
Una queja universal
Todos en momentos de nuestra vida, hemos sentido la necesidad de una persona que se ponga de nuestra parte. Quizás alguien lo ha hecho, o quizás no y nos hemos visto solos.
Particularmente recuerdo situaciones en las que, herido por las palabras que se dirigían contra mí, o cuando se me ponía en entre dicho, nadie estaba para defenderme ¡Cómo lo hubiera deseado!
Siendo honesto debo confesar, que también recuerdo aquellas veces en las que fui yo quien se quedó callado y dejó a alguien querido sin apoyo.
Lo que Dios hubiera querido
Los amigos de Job se pusieron de parte de Dios, lo atacaron a él defendiendo a Dios; pero ¿qué tendrían que haber hecho? Quizá ponerse de parte de Job y decirle a Dios: “¡No le hagas daño! ¿Por qué le haces esto? “ Claro que nos preguntamos ¿cómo vamos a hacer eso? ¿Es que le podemos discutir a Dios? Si leemos atentamente el libro de Job, de eso debatieron mucho Job y sus amigos.
Precisamente es parte de la función del sacerdocio, esto que venimos comentando: clamar a Dios como intermediarios pidiéndole que no haga daño a esa persona que está sufriendo en este momento de su vida:
Eso fue lo que hizo Abraham por Sodoma y Gomorra, aunque finalmente Dios destruyó la ciudad salvando sólo a la familia de Lot (Génesis 18 y 19). Eso fue lo que hizo Moisés cuando clamó a Dios que no destruyera a su pueblo cuando crearon aquél becerro (Éxodo 32 al 34). Eso era lo que hacían los sacerdotes al entregar animales para que Dios no tocara a las personas. Y en todos estos casos nadie era inocente; sin embargo se aprueba esta actitud intercesora: ¡No les hagas daño!
Aún más, eso fue exactamente lo que hizo Jesús cuando se ofreció en la cruz y clamó a su propio Padre: “Perdónalos que no saben lo que hacen”. ¡No les hagas daño!
Nuestro papel como humanos
La cuestión no está en si somos inocentes, si merecemos lo que nos sucede, o si quienes están cerca de nosotros y sufren son culpables o no (probablemente todos lo seamos). La cuestión está en si somos capaces de ponernos de lado de los seres humanos y mirar a Dios y clamar ante Él por una salida. Es lo que parece que espera Dios de nuestra parte. ¿No es ese, acaso, el significado del ministerio de la reconciliación?
Dios no se ofenderá si actuamos intercediendo por otros; todo parece indicar que, en realidad, es lo que desea. Esto nos puede llevar a muchas preguntas difíciles a las que quizá en este momento no podemos dar respuesta. Probablemente tendremos que matizar muchas cosas en relación con esta reflexión. Algunos nos asustaríamos porque parece que se pone en tela de juicio el amor de Dios, su parcialidad, su justicia. Pero no pretendo ni defiendo eso. Pero aún así vale la pena pensar en ello. Leamos la historia de Job, leamos los Salmos y encontraremos más de una vez este clamor dirigiéndose hacia Dios y pidiendo, el cual podemos hacer también nuestro: ¡No les hagas daño! ¡No nos hagas daño!
Photo by Nadine Shaabana on Unsplash
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