De Jehová es la tierra y su plenitud;
El mundo, y los que en él habitan.
Porque él la fundó sobre los mares,
Y la afirmó sobre los ríos.
Salmo 24:1-2
La verdad de que todo es propiedad de Dios tiene dos vertientes. La primera es que yo mismo soy de su propiedad. Eso hace que él pueda hacer de mí lo que quiera, con o sin mi permiso. No le puedo pedir cuentas. Implica también que como propiedad, mi papel es la obediencia. Sabiendo que es un Dios bueno y sabio, puedo confiar en que hacerle caso es algo bueno.
La segunda vertiente es que todo lo demás, todo lo que no soy yo, también es suyo. Las cosas materiales, los animales y los demás seres humanos. Ya sea que ellos lo reconozcan o no.
Por eso, cuando me relaciono con otra persona, debo tener en cuenta que esté como esté, sea un ser malvado o bondadoso, más estropeado o en pleno vigor, agradable o difícil de ver, es propiedad de Dios. La integridad de esa persona es responsabilidad de Dios y no puedo tomarme a la ligera el trato que le dé.
Dios nos concedió el privilegio de administrar la tierra que él fundó (Gn 1:28), y el reconocimiento de que le sigue perteneciendo nos debe aportar sabiduría sobre lo sagrado que es todo lo que tocamos.
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