Porque no se apoderaron de la tierra por su espada,
Ni su brazo los libró;
Sino tu diestra, y tu brazo, y la luz de tu rostro,
Porque te complaciste en ellos.
Salmo 44:3

Dos cosas nos pueden llevar a desear ver la mano de Dios sobre nosotros: 

1. La claudicación

La primera es la más evidente: después de tanto esfuerzo de tratar de librarnos por nosotros mismos de lo que nos abruma, nos damos cuenta de que no podemos. Agotados, acudimos a él. Dios nos ha llevado al momento en el que desistimos de nuestros intentos y le decimos: no nosotros, sino tú nos librarás. Claudico y entiendo que no puedo confiar en mí y que si soy librado será por tu poder y no el mío.

Esto no es malo del todo, porque realmente claudicamos ante Dios y aunque quizás de forma tardía, acabamos confiando en él.

2. El anhelo

Pero puede existir otro deseo que podemos entender que es más profundo y menos egoísta. Es el de aspirar a ver a Dios obrar en nosotros y notarlo de veras. No es cuestión sólo de nosotros mismos y nuestras circunstancias, sino que nos mueve el anhelo de Dios. 

Puestas así las cosas, se revierte el proceso. Queremos que nos salves, no porque quiero sentirme libre de lo que me oprime, sino porque deseamos ver tu diestra, tu brazo y la luz de tu rostro. Es eso lo relevante. Te hecho de menos y quiero de ti. Experimentar la salvación desde este punto de vista puede ser un síntoma de que él nos ha estado transformando.

Oración

Llévame Señor a anhelar tu salvación para ver tu mano en mí. Y haz que la pueda ver cotidianamente.

Foto de Davide Cantelli en Unsplash