Confortará mi alma;
Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.
Salmo 23:3

El honor de un pastor

En los tiempos de los hebreos, hacer mención del nombre de una persona era hablar de su honor. De la relevancia que tenía en la sociedad en la que vivía. Implicaba quién era y cómo hacía las cosas. 

El renombre de un pastor estaba en su ganado. Ovejas mal cuidadas, heridas, con la lana estropeada, agitadas, desperdigadas y desobedientes decían poco bueno de quien las cuidaba. Por el contrario, unas ovejas en las que se apreciaba robustez, fortaleza y belleza hablaban bien de su pastor. Se podía saber si éste amaba a sus animales, si era diligente en llevarlos a buenos pastos y si estaba atento a que no se perdieran o un depredador los atacara.

El honor de Dios

En ese sentido, Dios se compara como un pastor que tiene como ovejas a un pueblo. Y es el tipo de vida de este pueblo el que da distinción y honra a su nombre. Si sus caminos son rectos, si la historia que han trazado es justa.

Sin embargo, en todo el Antiguo Testamento parece que Dios pone en riesgo su honor al mezclarse con Israel, el cual ha tenido poco de honroso. Como si hubiera hecho una mala apuesta y además fuera él el responsable. Escogió a una familia para hacerla grande entre las naciones (Gn 12:1-3) y todo le ha salido mal. ¿De verdad es así? Este salmo habla de que él llevará, finalmente, a sus ovejas por un camino recto. Él finalmente dará honor a su nombre cuando perfeccione su obra redentora.

Es tremendamente esperanzador que Dios haya mezclado nuestra vida con su nombre. Implica que finalmente todo lo creado podrá mirar a sus ovejas y las verán llenas de belleza. Se podrá decir: “¡este es sin duda el mejor de los pastores!”.

Foto de RIDVAN AKGÜN en Unsplash