No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.
Hebreos 13:2

El pueblo extranjero

Para Dios, Israel no poseyó de forma exclusiva una tierra. Vivir en aquellos parajes fue un regalo. Debían considerarse forasteros y peregrinos, porque todo le pertenecía a Dios (Lv 25:23). Entraron, la cultivaron y se asentaron allí, porque Dios es hospitalario (que en griego significa “amar al que es extraño”).

Por eso mismo, Israel, por su historia en tierras extrañas y por no poder arrogarse el derecho de propiedad, tenía que acoger a los extranjeros (Ex 22:21), porque Dios tiene compasión de ellos  (Dt 10:18). Aunque es cierto que eso no implicaba poner límites para evitar que la religiosidad de los países vecinos le influyera y desviara de Dios.

La iglesia hospitalaria

En el Nuevo Testamento, la hospitalidad también tiene su importancia. Si bien la palabra “hospitalario” no se menciona en muchas ocasiones, se enseña que la comunidad de Dios debe practicarla  (Ro 12:13; Heb 13:2; 1 Pe 4:9) y que especialmente los líderes deben mostrarla (1 Tim 3:2, Tit 1:8). Jesús mismo refiere que una de las características de sus seguidores es que habrán atendido al extranjero (Mt 25:35). A esto podemos añadir que Jesús, Pablo y otros vivieron siendo hospedados por muchas personas. 

Dando paso a la hospitalidad

Sin embargo, nuestra reacción habitual ante la necesidad de ser hospitalarios es sentirnos amenazados por la presencia del extraño. Y éstos llegan a ser muchos. Esta falta de hospitalidad puede venir del miedo. Apreciamos nuestra seguridad, nuestra opinión, nuestras posesiones. Las personas ajenas ponen en peligro esos tesoros. Tenemos temor de que nos roben, nos hagan daño, cuestionen nuestra vida y cambien la cultura. Si llegáramos a dejar a un lado ese miedo a perder lo que realmente no es nuestro, quizás daríamos la bienvenida al que es nuevo.

Henri Nouwen lo describe de esta forma: “¿quién puede ser nuestro ladrón cuando todo lo que quiere robar de nosotros se ha convertido ya en un regalo que le hemos hecho? […] ¿Quién va a querer asaltar nuestra casa por la puerta trasera cuando se encuentra la delantera abierta de par en par?”1

En este sentido, es el amor de Dios derramado en sus hijos el que consigue que dejemos de mirarnos a nosotros mismos. Él nos mueve a dejar de protegernos y consigue que venzamos el miedo a las pérdidas. Esto no implica que no nos puedan hacer daño y que no nos duela que nos despojen, pero ese “riesgo” dejado en manos de Dios abre la puerta a nuevas relaciones y a la entrega. Es recibiendo el amor hospitalario de Dios que él podrá hacer de nosotros personas que no temen al extraño y lo acogen.

1. Nouwen, Henri. Tres Etapas en la Vida Espiritual.

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